martes, 28 de febrero de 2017

RELATO: El guiñol

El guiñol


Un día, nuestro padre nos dijo a mi hermano mayor y a mí que nos llevaría a ver una representación distinta, algo que nunca habíamos presenciado antes: un guiñol. Nos explicaba que era como un teatro pero de títeres, con personajes divertidos que nos harían soñar y pasar un buen rato; y no nos adelantó nada más, dejó que el resto lo averiguáramos por nosotros mismos cuando llegase el momento.

Mi hermano y yo éramos muy pequeños en aquel tiempo y fuimos con él encantados, como era lo habitual cuando asistíamos juntos a algún espectáculo de cualquier tipo: de cine, de teatro, al circo, al fútbol..., y ahora a un guiñol. Mi padre era una persona extraordinaria a la que le siempre le apetecía pasar tiempo con sus hijos, disfrutaba así.

Llegamos al cine de verano, un recinto sin techo y muy amplio donde iba a desarrollarse la función, e hicimos cola durante un buen rato delante de la taquilla, entre otras tantas familias que también esperaban su turno formando una hilera enorme. Menos mal que salimos de casa puntualmente, y es que, en eso, mi padre era tajante: siempre acudíamos a los sitios con tiempo de sobra, jamás llegábamos tarde a ninguna parte.

Cuando se acercaba la hora del comienzo de todo, entregó las entradas al hombre de la puerta y nos dispusimos a elegir unas sillas en algún sitio de nuestro agrado, generalmente por la zona central, ni demasiado cerca ni demasiado lejos.

Todo estaba preparado allí dentro, donde se veía delante un pequeño escenario improvisado, del tamaño de un kiosco, hecho de madera pintada repleta de dibujos, muy humilde, y recubierto frontalmente por un ligero teloncito que tapaba el secreto que tan celosamente se escondía detrás, donde no se oía ni una mosca.

Una vez sentados, mi padre fue un momento a traernos algo de la barra ambulante dispuesta para tal fin tras los asientos, comprando un par de bolsas de palomitas recién hechas y refrescos para nosotros y una cerveza para él; nos encantaba eso cuando acudíamos a cualquier evento, era como un ritual acordado, siempre igual, siempre agradable. Con muy poco, ya éramos los más felices del mundo.

En unos minutos, mi padre, tan pendiente del reloj, nos avisó de que se acercaba la hora, que estuviésemos atentos. Mi hermano y yo ya empezábamos a coger puñados de palomitas que devorábamos ansiosos sin despegar los ojos de aquel telón tan misterioso, fue un momento excitante. Algunas luces se apagaron y el silencio se hizo en el recinto, nadie quería perderse ni un segundo de aquello que llamaban guiñol; decenas de niños y niñas callados en un momento como por hechizo, ilusionados, expectantes, deseosos de que empezara todo.

Hasta que sonó una pequeña música y se descubrió el escenario oculto. Tenía un fondo de tela coloreada que simulaba un castillo rodeado por un pequeño bosque, era muy sencillo, pero a la vez entrañable y hermoso, como de cuento de hadas. Y apareció el primer personaje, muy simpático, y luego otro y alguno más; las voces de los artistas se acomodaban a los títeres que manejaban desde dentro iniciándose la historia.

Mi hermano y yo dejamos de masticar, las palomitas se quedaron en la boca esperando, estábamos muy impresionados, era como un cuento eso del guiñol y no queríamos dejar escapar ningún detalle, no distraernos con nada, era demasiado hipnótico para unos pequeñajos como nosotros.

Pero, de pronto, y como en la gran mayoría de los relatos infantiles, todo se complicaba: un ser despreciable amenazaba la felicidad del reino de fantasía y quería hacer daño a la bellísima princesa con sus malas artes. Mi hermano y yo odiábamos a ese ser, muchísimo, porque era malvado y engañaba a la gente.

Un personaje, que era el sabio del reino, pedía a los niños asistentes que le ayudaran a buscar al valiente aventurero de aquellas tierras, que gritáramos: "¡Peneque, Peneque, ¿dónde te metes?!"; y fue unánime, todos los chiquillos y chiquillas lo gritábamos sin parar, como si fuese algo importantísimo, fue un todos a una.

Hasta que, por fin, apareció el protagonista: Peneque el Valiente, saludando a todos; era encantador, un personaje adorable, muy amigable y divertido. Nos pidió que le avisáramos si veíamos a ese ser despreciable, que gritáramos su nombre para que acudiese a nuestra llamada y pudiese ajusticiarlo con su espada vengadora; y todos estábamos dispuestos a ayudarle, por supuesto que podía contar con nosotros, decenas de gargantas se ofrecían a servirle sin condiciones.

En una escena concreta, el ser maligno se acercaba con sigilo mientras Peneque no estaba mirando, ¡qué cobarde, maldito traidor!, y todos como locos nos desgañitábamos chillándole, mayores y niños. Ese terrible monstruo se escondía al momento en cuanto le avisábamos, manteniéndolo alerta siendo sus fieles guardianes. Pero, al rato, volvió a aparecer la amenaza y de nuevo volvíamos a gritar aún más fuerte que antes, era increíble, como si nos fuera la vida en ello; queríamos salvarle, vigilando su espalda en todo momento para que no lo cogiera desprevenido.

Y aprendimos lo que era un guiñol. Se puede contar, pero no se puede conocer realmente hasta que no se experimenta y se ve con los ojos de un niño. Para nosotros fue un día que recordaríamos durante bastante tiempo, yo aún lo hago con cariño, y eso que aquella función fue hace muchos muchísimos años. No sé si se siguen sacando guiñoles a escena hoy en día como espectáculo infantil, ojalá que sí, me encantaría que los niños y niñas más pequeños de ahora pudiesen experimentar aquellas sensaciones tan bonitas, que te invitaban a soñar y a participar en un cuento vivo gracias a las diestras manos de los artistas tras los muñecos.

Algunos argumentan que los dibujos animados de ahora son interactivos porque los personajes piden a los niños que canten o griten en la televisión y los hacen participar; dicen que es algo novedoso. Permítanme decirles que eso ya existía desde los teatros de los tiempos antiguos, ni más ni menos, y en la televisión en blanco y negro ya aparecía cuando los payasos de la tele preguntaban: "¡¿Cómo están ustedeeeeees?!", y todos los niños y niñas en sus casas gritaban como locos: "¡¡¡Bieeeeeen!!!", despertando al abuelo del sueño, como si los artistas pudiesen oírlos. La fantasía... es así de hermosa.

Y es que, para hacer soñar a un niño, no hacen falta decenas de cotizados actores en un escenario ni una película de alto presupuesto de animación o con grandes efectos especiales, porque, a nosotros, de pequeños, ya nos hicieron disfrutar a lo grande simplemente con unas pocas marionetas caseras, un escenario sencillo de tela pintada, un cuento heroico donde el bien vencía al mal, mucha participación, mucho cariño y, sobre todo, mucha muchísima imaginación.

FIN


J. J. García Cózar


Este relato está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento 4.0 Internacional


Su opinión me interesa:

Puede aportar sus impresiones personales o preguntar cualquier detalle que considere oportuno directamente al autor a través de los comentarios que puede añadir a continuación. A un escritor siempre le interesa la opinión de sus lectores.

jueves, 23 de febrero de 2017

CUENTO INFANTIL: La pordiosera

La pordiosera

Cuento infantil basado en uno antiquísimo que me contó mi abuela cuando yo era solo un crío.


En unas tierras lejanas, hace muchísimo tiempo, un gran rey muy admirado por sus súbditos por fin fue padre. Tuvo con su amada reina una hija preciosa y, como dictaba la tradición, los ciudadanos que quisieran podrían hacerles una visita por cortesía el día de la recepción, e incluso obsequiarles con algún presente como gesto de celebración por el feliz acontecimiento.

El monarca dio una orden firme a la guardia para que dejaran pasar al interior del castillo a todos aquellos que desearan compartir con ellos ese momento tan especial en sus vidas, para que así pudiesen conocer y presentarle sus respetos a la infanta recién nacida y futura regente de su pueblo. Además, hizo que se prepararan enormes mesas con la mejor mantelería, se decorara con decenas de flores coloridas el ya de por sí suntuoso salón del trono, y se sirviera un exquisito y abundante banquete digno de tal recepción.

Ya todo estaba dispuesto y empezaron a aparecer los invitados, principalmente gente acomodada y de muy buena posición, como era lo esperado. Entre los nobles ciudadanos que acudieron, llegaron un gran terrateniente, un famoso mercader y un prestigioso fabricante con fabulosos regalos, aunque quizás algo excesivos o muy ostentosos. El primero de ellos le trajo una docena de cabras para que pudiese alimentar a su hija con su sabrosa y nutritiva leche recién ordeñada; el segundo, veinte mantas de lana de la mejor calidad para que pudiese calentarla y nunca pasase frío; y, el tercero, una impresionante cuna de madera con unos grabados extraordinarios, hechos por los mejores maestros artesanos, y coronados por el flamante emblema del reino en su cabecera, realmente espectacular.

Todos los asistentes a la gran ceremonia de presentación de la princesita se quedaron boquiabiertos con los magníficos obsequios recibidos, eran soberbios; y es que su majestad era muy querido por ser un hombre justo y cordial que velaba por los suyos y ayudaba a los más necesitados cuando lo necesitaban.

A los pocos minutos y sin previo aviso, apareció una pordiosera por la gran puerta de la sala, sucia y mugrienta, encorvada, como temerosa, con su pelo negro enmarañado y muy poco cuidado, con sus ropajes rasgados y malolientes. Parecía que no era de ese reino, nadie la reconocía.

Lentamente, la extraña mujer llegó caminando hasta colocarse delante del mismísimo anfitrión. Como era costumbre, le hizo una reverencia formal y rebuscó en su gastada faltriquera algo que parecía que no encontraba nunca. Hasta que, por fin, sacó un trozo de pan duro del tamaño de un puño, que suavemente colocó sobre una mesilla dentro del espacio señalado para presentes junto a los de los otros invitados ilustres.

El comandante de la guardia, cuando vio el ridículo regalo que la vagabunda le hizo a su querido soberano, rápidamente hizo un gesto a los cuatro guardias que lo rodeaban, con el ceño fruncido, ordenándoles que se dirigieran con paso acelerado hacia la sucia desconocida, la agarraran de los brazos y la sacaran a rastras de allí.

El sabio rey, viendo la terrible escena, gritó intentando parar aquella injusticia imponiendo su autoridad.

—¡¡¡Quietos!!! ¡¿A qué se debe ese arresto?!
—Alteza, esa bruja os ha insultado regalándoos un trozo de pan mohoso y duro; eso es una ofensa, no es un regalo digno de un rey, sino más bien una burla —respondió el comandante con decisión.
—¿No te parece un regalo digno de un rey?
—No, mi señor. Doce cabras me lo parecen, veinte mantas me lo parecen, una cuna de madera noble que es una obra de arte me lo parece; pero no un trozo de pan duro, su majestad.
—El que me regaló doce cabras, lo hizo porque todos saben que tiene cientos de ellas; el que me regaló veinte mantas, porque las vende por docenas en sus tiendas repartidas por varias ciudades; y, el que me hizo la cuna, fabrica muebles más bellos que diseña en exclusiva y sirve a los más ricos de mi reino por una auténtica fortuna.

Un silencio se apoderó de toda la estancia real, donde ya nadie comentaba nada, manteniéndose todos quietos y expectantes a la resolución de aquel conflicto.

—Esos son magníficos regalos; no os entiendo, alteza.
—Los tres me obsequiaron con un poco de sus riquezas, apenas les supuso nada hacerlo, eran poco sacrificio para ellos. En cambio, esta extranjera solo poseía ese trozo de pan, quizás lo único que pudo conseguir para comer en este día; y, aun así, decidió ofrecérmelo a mí, todo lo que tenía, toda su... fortuna, y sin pedirme nada a cambio.

El comandante se quedó callado, pensativo durante unos segundos. Hasta que entornó los ojos y acabó agachando la cabeza ensimismado.

—¿Sigues ahora pensando que dar todo lo que tienes a un rey no es un presente digno? ¡¿Alguien de los aquí reunidos estaría dispuesto a cederme todas sus posesiones y a salir por la puerta de mi castillo sin esperar una recompensa?!
—No, mi rey, nadie haría eso, ahora lo veo claro. ¡¡¡Soltadla!!!

El arrepentido comandante se dirigió hacia la mujer lentamente, sin prisas, hasta que estuvo a muy poca distancia de ella. En ese momento, se arrodilló ante su presencia y bajó la mirada avergonzado; los soldados bajo su mando no daban crédito a lo que veían.

—Permitidme la más humilde y sincera de mis disculpas, mi señora. Tras ese gesto de compromiso y generosidad, habéis demostrado ser un claro... ejemplo a seguir para todos.
—Y vos también, mi buen comandante; hizo lo que creyó mejor para su rey en ese momento, intentando protegerlo de lo que le pareció una afrenta, su obligación. Pero, lo que más le honra, fue su capacidad para intentar enmendar el daño causado una vez que entendió su error. Sin duda, el rey sabe elegir muy bien a sus soldados.

El capitán de la guardia levantó la cabeza y la miró a los ojos con dulzura, esa respuesta le sorprendería sobremanera. Esperó unos segundos manteniendo la mirada firme, inmóvil, hasta que decidió compensarla por la humillación sufrida mientras le hacía una reverencia como muestra de respeto y admiración delante de todos.

—Permitidme, mi señora, que pueda invitarla a ocupar un asiento con mis guardias y conmigo en la mesa de oficiales. Será un gran honor compartir nuestra comida y el resto de la velada con una mujer de tanta valía y temple.

FIN

J. J. García Cózar


Imagen extraída de Pixabay

Este relato está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento 4.0 Internacional


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miércoles, 15 de febrero de 2017

RELATO: El flotador más feo del mundo

El flotador más feo del mundo


Aún recuerdo aquel día tan especial de playa con mi familia. Estábamos mi padre, mi madre, mi hermano mayor, mi hermana menor y yo. Acabábamos de llegar, así que elegimos un sitio, clavamos la sombrilla en la arena aunque nos costó hundirla lo suficiente, desplegamos las toallas en el suelo y rápidamente los tres nos fuimos al agua corriendo como locos.

Mi hermano y yo nos tiramos de cabeza, directamente, sin pensar, era lo mejor. Mi hermanita nos miraba algo temerosa desde la orilla, era más cauta que nosotros, pero se reía mucho viéndonos bromear entre las olas tras el fulgurante chapuzón.

Como siempre, al final ayudamos a nuestra princesita a entrar poco a poco, animándola a hacerlo pero con cuidado para que no se asustara o se molestase, para que se sintiera segura en todo momento. Nos queríamos mucho.

No parábamos de jugar con el agua, echándonos unos a otros, salpicándonos todo el tiempo, divirtiéndonos de cualquier manera; incluso nadando unos largos pero por zonas por donde no cubría, con prudencia, y siempre bajo la atenta mirada de nuestros padres que no nos quitaban ojo de encima.

Hasta que llegaron unos chicos nuevos con un flotador precioso, como un dónut enorme donde cabían los dos sentados sobre él cara a cara, era genial. Su padre lo agarró firmemente con el brazo por un lateral y se los fue llevando por el agua como si estuvieran sobre una lancha, haciendo que se rieran sin parar. Nosotros nos quedamos embobados mirándolos, no podíamos despegar la vista de ellos, era algo hipnótico; ese flotador era el más grande y bonito del mundo.

Sin darnos cuenta dejamos de jugar, solo nos quedamos observando cómo lo hacían ellos. Nuestro padre se dio cuenta al instante, se acercó adonde estábamos nosotros y empezó a perseguirnos de broma, imitando a un terrorífico monstruo marino aullante y chapoteador del que debíamos escapar, seguramente intentando distraer nuestra atención para que dejásemos de contemplar como tontos a la otra familia. Quizás el pobre solo pretendía que aprendiéramos a ser felices disfrutando de lo que ya disponíamos, para que dejásemos de sentirnos desgraciados por desear lo que tenían los demás.

Al día siguiente, cuando llegamos a la arena, ya estaban allí de nuevo los dos hermanos montados sobre el gran flotador, avanzando con los brazos como si fueran remos, parecía muy divertido. Los tres seguíamos toda la escena de nuevo desde la orilla, inmóviles y muy callados, sin ni siquiera entrar en el agua. Los chicos se dieron cuenta y nos hicieron un gesto para que nos acercáramos, muy cordiales, y allí fuimos junto a ellos, algo nerviosos aunque esperanzados. Pero el salvavidas solo admitía a dos, así que nosotros nos quedamos enganchados desde fuera, agarrados por las manos, e intentamos avanzar los cinco con brazos y piernas como podíamos. Apenas se movía, aquello era un caos de descoordinación, cada uno tiraba para su lado, pero nos lo pasamos en grande.

Dos días después llegamos nosotros primero. Mi hermano empezó a cavar enormes agujeros en la arena junto a la orilla, le encantaba hacer eso a veces, excavaciones arqueológicas según él. Mi hermana y yo nos sumergimos entre las olas, no podíamos esperar. Cuando aparecieron los otros dos con su flotador nos llamaron y nos dijeron que ojalá fuese más grande, así que hicimos turnos para jugar todos sobre él, montándonos por parejas mientras los demás se mantenían sujetos y pataleando. Fueron unos amigos estupendos que compartieron su juguete y nos permitieron disfrutar a todos. Mi padre y mi madre se quedaban vigilándonos bajo la sombrilla, claramente complacidos, siempre tan pendientes de nosotros.

Hasta que al rato un enorme estruendo sonó a nuestro lado en el agua, un inesperado "¡splash!" nos salpicó a los cinco a la cara; fue una impresión difícil de olvidar. Miramos bastante asustados hacia el sitio y era un gigantesco flotador negro del tamaño de un sofá, espectacular. Mi padre sonreía desde la orilla, algo estaba tramando, y entonces lo entendimos todo: había conseguido la cámara interior de una rueda de tractor, algo vieja y con dos enormes parches muy visibles, seguramente para taponar dos antiguos pinchazos.

A la velocidad del rayo, mi hermano y yo nos lanzamos hacia el espectacular flotador negro, era difícil resistirse. Nos costó subir, era alto y grande, nos parecía un submarino recién emergido. Mi hermana no podía, era demasiado pequeña; así que mi padre, después de reírse un rato mirando cómo lo intentaba sin mucho éxito, se acercó y la ayudó a sentarse junto a nosotros. Una vez bien colocados, empezó a darle vueltas en círculo, girándolo sin parar como si fuera una atracción de feria, divertidísimo. Los tres hermanos nos aferrábamos con fuerza para no caernos, costaba mantener el equilibrio, sobre todo cuando nuestro padre intentaba hacernos zozobrar jugando. Más tarde, empezó a remolcarnos haciendo eses mientras corría por el agua sin soltarlo, avanzando con rapidez. Me acabó doliendo el abdomen de tanto reírme, fue una experiencia única.

Los otros dos chicos se quedaron absortos, estaban alucinando. Mi hermano, mi hermana y yo nos miramos durante unos segundos, pero no tuvimos que decirnos nada, lo teníamos muy claro. Le preguntamos a nuestro padre si podíamos invitar a los del flotador más pequeño, fue una decisión unánime de los tres. Él nos gritó: "¡todos a bordo!", riéndose a carcajadas como un bucanero, guiñándonos a los cinco muy contento. No se lo pensaron dos veces, rápidamente soltaron el suyo en la arena e intentaron subir con grandes dificultades, buscando enrolarse en el gigantesco galeón de guerra del temible pirata Barbanegra.

Ayudados por nuestro padre, consiguieron embarcar y ya fueron oficialmente grumetes del navío, tomaron sus posiciones, cerraron un ojo por el parche simulado, muy en su papel, y los cinco emprendimos una aventura fantástica y muy excitante, conquistando los siete mares y descubriendo tesoros ocultos. El padre y la madre de los otros dos chicos se partían de risa por la divertida interpretación que nuestra imaginación nos brindaba, disfrutando del inolvidable momento de sus hijos con sus tres nuevos amigos: nosotros.

A mi padre siempre le fascinaron las películas clásicas de piratas, así que le echaba mucho cuento a la historia, gruñendo y dando órdenes a diestro y siniestro: "¡Arriad la mesana! ¡Grumete, fregarás la bodega o pasarás por la quilla! ¡¿Quién me trae una botella de ron?!"; parecía todo un siniestro capitán recién sacado de un viejo relato, de los de loro, sable curvo, pendientes de aro y sombrero emplumado de corsario. Fue una persona maravillosa, nos encantaba jugar con él.

Ciertamente, aquel enorme flotador negro y parcheado era el más feo del mundo, sin duda, pero también nos pareció el más divertido de todos porque nos permitió a los cinco montarnos juntos, disfrutar de espectaculares peripecias y vivir increíbles aventuras.

FIN

J. J. García Cózar


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